Vuelves a crear un documento nuevo. ¿Cuándo
fue la última vez? Hace dos horas, quizá menos. Te detienes a pensar ante la
virtual hoja en blanco, ¿qué vas a escribir? La misma mierda que ayer, te
respondes, como si fuera un trabajo. Intentas abrir las ventanas de tu mente,
tu imaginación, airear todo tu interior y aparentar un aire fresco, pero nunca
consigues más que parafrasearte a ti mismo, o peor, plasmar una indecente
versión de una canción que escribió un poeta de verdad. Patético. Y no es la
primera vez que te lo llamas esta semana, ni hoy tampoco. Te quedas esperando,
sin saber qué, sin saber qué hacer aparte de esperar sin saber qué. Porque todo
se ha convertido en una espera del próximo segundo, una ansiedad enfermiza por
llegar a un instante después despreocupando el actual. Lees cosas que
escribiste hace tiempo sin poder creer que fueras tú. Empiezas a teclear con
rabia, sin sentido, imaginando que la inspiración llega a posarse en tus dedos
y convierte todas esas letras en un poema. Aquellos versos de ayer no
estuvieron tan mal, piensas. Y después vuelves a tropezar, has perdido la esencia.
Estás tan ahogado que piensas estúpidamente en empezar a fumar, sólo por ver
cómo el humo se pierde en volutas que representan tus asquerosos pensamientos.
Joder.
Y para terminar, sopesas las únicas dos
opciones que podrían sacarte de la angustia existencial: que el tiempo se
detenga definitivamente y sin trampas, o bien que el tiempo vuele hasta el
momento que estás anhelando desde la última vez.